Hace unos años ya en plena campaña
contra el TLC se celebró en la Plaza de la Cultura un foro ciudadano. El
micrófono fue pasando de mano en mano y en su momento el amigo Antonio Salas
Mongalo hizo uso de la palabra. Criticó entonces el tratado y las consecuencias
para los costarricenses y aprovechando la coyuntura nos regaló de propina
algunas propuestas, a dos de las cuales me voy a referir ahora porque son las
que vienen a cuento.
La primera era el Programa Notariado.
Consistía esta propuesta en que los candidatos a un puesto de elección popular
que presentan un programa para convencer a los electores, estuvieran obligados
por el Tribunal Supremo de Elecciones a que este fuera protocolizado ante un
notario como un contrato, de manera que el candidato ganador tuviera un
compromiso legal de obligado cumplimiento con sus electores. De manera que los
presidentes, alcaldes o diputados que se olvidaran de sus promesas electorales
pudieran ser interpelados por los votantes defraudados, en los tribunales
llegado el caso. ¿Cuál era el alcance real de este Programa Notariado? Acabar
con las falsas promesas de campaña.
Salas Mongalo presentó el pertinente
amparo electoral y este fue rechazado por el señor Sobrado con un “No ha
lugar”. Estaba claro que sin esas mentiras de campaña, los candidatos no
podrían ilusionar a los votantes, estos no votarían y aumentaría la abstención.
Y a menos votos, menos presupuesto, menos deuda política, menos negocio. Por el
bien de nuestra democracia, podía haber suscrito Antonio Sobrado, en campaña
electoral SE PERMITE MENTIR.
La segunda propuesta consistía en la
imprescriptibilidad de los delitos de corrupción. Y para que esto se hiciera
realidad ya no eran suficientes los esfuerzos del amigo Salas, se necesitaba de
una moción que reformara un artículo de la ley. Y desconozco los esfuerzos que
el haya hecho para ello.
Esas y otras propuestas fueron
aplaudidas por los asistentes al acto, pero las personas que lo acompañábamos
le pusimos algún pero al asunto de la imprescriptibilidad y no, porque no nos
gustara la idea. Ninguno de nosotros era abogado pero entendíamos que la imprescriptibilidad
va generalmente asociada a delitos de guerra y lesa humanidad o a algunas
formas de extrema violencia sexual contra menores. Ningún país se ha atrevido a
ponerle el cascabel al gato, ni siquiera las modélicas socialdemocracias
escandinavas.
El querer y el poder suelen ir de la
mano en contadas ocasiones y no es nuestra limitada y sospechosamente corrupta
democracia la que vaya a dar ese ejemplo. La moción necesaria para reformar la
Ley Anticorrupción en un solo artículo fue presentada por la diputada Patricia
Mora en el 2014 y desde entonces ha estado dando vueltas por la casa de los
sustos hasta que el pasado mes de enero los diputados le dieron la puntilla.
Solo el diputado Villalta y nueve legisladores más le dieron el voto y se lo
negaron treinta y un señorías, otros nueve se perdieron por los pasillos y
siete ni siquiera llegaron al plenario. No es nada sorprendente ni siquiera
cuando ya han empezado la campaña electoral, ni cuando entre los opositores
aparecen un montón de diputados de partidos cristianos que siempre andan con la
palabra pecado en los labios. La corrupción como delito o pecado es algo que
cura el tiempo.
Pero nos queda un sin sabor final y más
cuando el diputado Villalta advierte que perseverara en el intento. Uno que no
es abogado sabe que la asamblea cuenta con un órgano de servicios jurídicos que
puede asesorar sobre el tema, tal vez nos dijeran que nuestra sospechas son
ciertas y que no tiene sentido como dice el tico “seguir de majadero”. No
debería el diputado del Frente Amplio decantarse por una reforma más razonable
y posible. Por ejemplo subir el plazo actual de diez años a quince o veinte. O un
juicio en ausencia. O… Cualquier otra cosa que no nos suene como medida
demagógica y que no nos haga pensar que no tenemos más que diputados o
políticos de mierda.